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Por qué leo a Murakami

Estos días aprovechaba una tarde de playa para leer el último libro de relatos de Haruki Murakami, uno de mis escritores preferidos desde que, hace años, leí su maravilloso “Tokio Blues”. Desde entonces he leído creo que todo lo que ha publicado en español. En algunas ocasiones me ha gustado más y en otras menos; en ninguna me ha dejado indiferente.

Pues, como decía, estaba leyendo uno de los relatos de “Después del terremoto” (libro que os recomiendo para alguna tarde de este verano) cuando aparecieron ante mí un par de sus páginas mágicas. Pertenecen al cuento “Paisaje con plancha” y son las que siguen:

“Unos días más tarde, mientras estaba paseando por la playa, Junko vio al señor Miyake, solo, encendiendo una hoguera. Un fuego donde ardía una pequeña pila de maderos que las olas habían arrojado a la playa. Junko lo saludó y se puso a su lado ante el fuego. Ella le pasaba unos buenos cinco centímetros. Tras intercambiar un breve saludo, ambos se quedaron contemplando el fuego en silencio.

En aquel instante, observando las llamas, Junko sintió de pronto que allí había algo. Algo profundo. Quizá pudiera llamársele una emoción en estado puro, aunque el tacto de aquello fuera demasiado vivo y poseyera un peso demasiado real para ser reducido a un concepto. Tras recorre su cuerpo despacio, ese algo se perdió en algún lugar y le dejó a Junko una extraña sensación de nostalgia y un nudo en la garganta. Por unos instantes se le puso la carne de gallina.

- Oye, señor Miyake, ¿has sentido alguna vez algo raro mientras estabas mirando el fuego?

- ¿Como qué?

- Pues algo que no se siente en la vida diaria, algo más fuerte, mucho más vivo de lo normal. ¿Cómo te lo diría…? Es que yo no soy muy lista y me  cuesta expresarme. Mirando el fuego he sentido una gran quietud, silencio y soledad. Así, de pronto, sin más.

El señor Miyake reflexionó.

- El fuego, ¿sabes?, el fuego tiene una forma libre. Y, como tiene una forma libre, adopta la forma del corazón de la persona que lo está mirando. Si tú, Jun, contemplas el fuego con espíritu sosegado, pues este silencio, esta quietud, se refleja en las llamas. ¿Entiendes lo que te digo?

- Sí.

- Pero no creas que esto pasa con todos los fuegos. Para que ocurra, el fuego tiene que ser libre. Nunca pasará con el fuego de una estufa de gas. Ni con el de un encendedor. Tampoco pasa con las hogueras normales. Para que el fuego sea libre, tiene que encenderse en un lugar libre, prepararlo todo bien. Y no todo el mundo es capaz de hacerlo como si tal cosa.

- Pero tú si puedes, ¿verdad?

- A veces sí y otras no. Pero la mayoría de veces puedo. Si lo haces con amor, lo consigues.

- A ti te gustan mucho las hogueras, ¿verdad?

El señor Miyake asintió.

- Es casi una enfermedad. Que yo haya venido a parar a este culo del mundo, ¿sabes?, se debe sólo a que en esta costa llega más madera a la orilla que en otras playas. Esta es la única razón. He venido hasta aquí sólo con el objetivo de encender fuegos. Qué disparate, ¿no?

A partir de entonces, en cuanto podía, Junko acompañaba al señor Miyake a encender hogueras. Excepto en pleno verano, cuando la playa se llenaba de gente hasta medianoche, el señor Miyake hacía sus fuegos durante todo el año. En ocasiones, hasta dos veces por semana; en otras, pasaba un mes sin encender ninguno. La frecuencia dependía de la cantidad de maderos que las olas arrojaran a la playa. Pero, cuando se disponía a encender un fuego, siempre avisaba a Junko por teléfono…” (pp. 50-52).

Por páginas como éstas leo a Murakami.

5 comentarios a “Por qué leo a Murakami”

  1. Vernos reflejados a nosotros mismos a través de las llamas de una hoguera es tener la oportunidad de poder mirarnos a los ojos.
    Señor Montero, denota usted un gusto excelente en su lectura.

  2. Gracias por el Fuego

  3. Ah, qué bonito lo primitivo. Gracias, Alberto.
    Me ha recordado esos dos fragmentos magistrales de Rayuela que copio.

    1…. Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los abuelos, en los gestos perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del tiempo. Esta noche encontré una vela sobre la mesa y, por jugar, la encendí y anduve con ella en el corredor. El aire del movimiento iba a apagarla, entonces vi levantarse sola mi mano izquierda, ahuecarse, proteger la llama con una pantalla viva que alejaba el aire. Mientras el fuego se enderezaba otra vez alerta, pensé que ese gesto había sido el de todos nosotros (pensé “nosotros” y pensé bien, o sentí bien) durante miles de años, durante la Edad del Fuego hasta que nos la cambiaron por la luz eléctrica.

    2.
    - Esa luz es tan usted, algo que viene y va, que se mueve todo el tiempo.
    - Como la sombra de Horacio - dijo la Maga -. Le crece y le descrece la nariz, es extraordinario.
    - Babs es la pastora de las sombras - dijo Gregorovius -. A fuerza de trabajar la arcilla, esas sombras concretas… Aquí todo respira, un contacto perdido se restablece; la música ayuda, el vodka, la amistad… Esas sombras en la cornisa; la habitación tiene pulmones, algo que late. Sí, la electricidad es eleática, nos ha petrificado las sombras. Ahota forman parte de los muebles y las caras. Pero aquí, en cambio… Mire esta moldura, la respiración de su sombra, la voluta que sube y baja. El hombre vivía entonces en una noche blanda, permeable, en un diálogo continuo. Los terrores, qué lujo para la imaginación…

  4. Gracias, Gorka, por traer al maestro de paseo por este cuaderno. Falta menos para vernos.
    Un abrazo primitivo.

  5. Uf! Menos mal que no hay que elegir entre los fragmentos con el que nos deleita el Sr. Montero y el Sr. Larrabeiti. Son exquisitos. Gracias

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Alberto Montero