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Reflexiones de fin de curso y texto de Fernando Wulff

Ya ha concluido definitivamente el curso académico y toca el momento de hacer balance del mismo y pensar en el siguiente con las enseñanzas extraídas de éste.

Mis sensaciones este año han sido, sobre todo, de una profunda tristeza que daba paso, sin solución de continuidad, a la indignación.

Vaya por delante que creo, sinceramente, que el problema solo puede atribuirse en una ínfima parte a los alumnos y que la mayor parte de la responsabilidad la tiene la comunidad educativa por haber permitido este experimento con generaciones de jóvenes a las que se les está educando para ser, en su mayoría, completos analfabetos funcionales, incapaces de entender y analizar críticamente la realidad que les circunda y actuar frente a la misma (siempre con las honrosas excepciones que conviene resaltar).

Recuerdo ahora, por ejemplo, sus reacciones ante mis funestos augurios acerca de su futuro, que tampoco es tan lejano ni hay que realizar un ejercicio de proyección mental diabólico porque es, a su vez, el presente de los miles de jóvenes españoles que sufren una tasa de desempleo que supera el 50% y unos niveles de subempleo que avergonzarían a cualquier sociedad mínimamente madura. Ante mis alertas para que entendieran que era necesario comenzar cuanto antes a pelear por un futuro digno porque, si no, estaban condenados a ser carne de emigración y/o explotación, su actitud era de absoluto pasotismo, en el mejor de los casos, cuando no de abierto rechazo porque creían que era mi naturaleza, entre sádica y pesimista, la que pretendía aguarles la fiesta de una adolescencia que esperan prolongar sine die.

Además, es curioso que, por ejemplo, el sistema trate de formarlos en el autoaprendizaje (¿que ya me explicará alguien en qué consiste eso?) o la adquisición de competencias y ellos lo que prefieran sea a profesores que llegan a clase, dictan sus apuntes (al mejor estilo conventual), se lo dan todo clarito y no les complican demasiado la vida.

Así, sin darse cuenta, se van entrenando en el insano hábito de agachar la cabeza ante el poder (cualquiera que sea la expresión que adopte éste) y evitan el debate, la interacción, la discusión, la dialéctica, incluso el conflicto si fuera necesario. Sumisos con conocimientos inútiles agolpados a la espera de que la vida les brinde lo que creen que les corresponde por derecho, en lugar de estar volcados en la defensa de todo aquello que se conquistó con el esfuerzo y las luchas de nuestros padres.

Y si me voy a los resultados de su evaluación la sensación ya se vuelve desoladora. Nunca antes había tenido unos niveles de suspenso tan elevados ni el sentimiento de que había sido incapaz de dejar el más mínimo poso en la mayor parte de ellos; nunca antes había tenido que luchar tanto por su atención o enfadarme por el respeto de normas de educación básicas como, por ejemplo, que a clase no se viene a chatear con los móviles. En fin, nunca antes me había tenido que enfrentar tan abiertamente con los resultados de las reformas educativas que han expulsado el sentido del trabajo y del esfuerzo de la educación.

Y es que mi interpretación de estos hechos es muy simple: primero se cargaron la educación primaria y, cuando esos alumnos llegaron a la secundaria, hubo que proceder a reformarla porque eran incapaces de mantener el nivel exigido hasta entonces. Y ahora, cuando ya comienzan a llegar a la Universidad, hay que reformar toda la lógica de funcionamiento de una institución centenaria para evitar que se produzca su colapso definitivo. Eso es, ni más ni menos, Bolonia, junto a la ofensiva de los grandes poderes económicos para convertir la educación de ciudadanos en la formación de capital humano, al tiempo que se avanza en su privatización silenciosa y se abren nuevos espacios de negocio para la rentabilización del capital.

Todo lo anterior me sirve, además, para justificar que llevo tiempo queriendo difundir este texto (publicado originalmente en El Observador) de un compañero de la Universidad de Málaga, Fernando Wulff, con el que no puedo estar más de acuerdo, como en su momento le hice saber personalmente. Con él os dejo, animándoos a su lectura. Son las verdades del barquero de la educación universitaria de nuestros días.

Catástrofes pre-Wert: notas sobre la universidad del potito, de Fernando Wulff

¿SON el conjunto de medidas que prepara el ministro Wert, su absurdo desmonte de la universidad y la investigación, o la gallardía y el valor de los rectores oponiéndose a sus insensateces, sus limitaciones salvajes a la universidad y a la investigación, y a sus desplantes las noticias más relevantes que puede deparar la universidad española? No estoy seguro. No creo que defender la Universidad pública se deba identificar con defender esta Universidad pública, ni que se deban olvidar las malas señales que se vienen recibiendo desde hace ya tiempo en terrenos más que sensibles. Temas como la endogamia, la excesiva profesionalización en la gestión de una parte de los profesores universitarios, la falta de recursos para la contratación de becarios doctores y postdoctorales, el contraste entre las grandes pretensiones de los “espacios europeos de Educación Superior” y la falta de dotaciones económicas para llevarlos a cabo, por ejemplo, no han necesitado precisamente a Wert para estar más que presentes. Y no es menos cierto, que una cosa es que el PSOE se haya convertido en el compañero de viaje de quienes nos oponemos a Wert y lo que implica -es curioso que en el PSOE crean que los compañeros de viaje somos nosotros, con lo que les está cayendo- y otra distinta es que no sepamos de donde partimos. No defendemos ninguna situación ideal: pretendemos limitar los daños que nos vienen provocando unos y otros, por más que el PP apunte a una degradación que ya no será cuantitativa, sino cualitativa.

NO creo que, dentro de esto, resulte precisamente anecdótico que haya índices de que otros procesos que han estado contribuyendo a destruir la enseñanza en los niveles educativos anteriores al universitario estén llegando, como una marea lenta pero imparable, a la universidad. Como esto puede resultar un tanto críptico, permítaseme poner un ejemplo, en realidad, dos.

MI amigo G. fue profesor de Universidad durante más de treinta y cinco años. Es un historiador excelente, incisivo, profundo y original. Pero, por encima de todo, siempre que nos hemos encontrado me quedaba sorprendido de su pasión por la enseñanza, una pasión que compartíamos.

RECUERDO que un día le comenté que el autor del mejor libro que se ha escrito nunca sobre los héroes griegos, Angelo Brelich, decidió un día suicidarse porque una enfermedad progresiva le impedía seguir disfrutando del trato con sus alumnos y con lo que todavía en algunos lugares de la universidad seguimos atreviéndonos a llamar discípulos. Guardó silencio un rato y me dijo que le parecía un tanto exagerado, pero que entendía perfectamente lo que Brelich podía haber sentido. Al otro lado del juego, sus alumnos lo admiraban y seguían. Impartía, por ejemplo, una asignatura abierta a todos los estudiantes de su universidad y en ella se matriculaban más de cien alumnos que aceptaban gustosos leer los libros obligatorios que les indicaba, resumirlos y hablar luego con él, lo que implicaba que G. se leía más de trescientos trabajos y mantenía otras tantas entrevistas sólo con ese curso, uno más de los que impartía. No me sorprendió saber que un año había obtenido la valoración más alta entre los más de cuatro mil profesores de su universidad.

SE puede imaginar el lector mi sorpresa cuando me enteré hace no mucho tiempo de que se había prejubilado con sesenta años, diez años antes del retiro obligatorio, aprovechando una oferta de su universidad que se enmarcaba en la más que dudosa idea de animar al retiro de profesores para ayudar a que llegara savia nueva a la institución. Le llamé por teléfono, estupefacto, temiendo una mala noticia sobre su salud. Tras una larga conversación, entendí cuál era la razón: G. se había quedado sin interlocutores al otro lado del espejo. Un profesor de verdad enseña, profesa, la enseñanza pero no tiene nada que hacer si quienes están enfrente no están allí. Luego lo leí en Internet en una carta -que fue casi una despedida- dirigida a sus alumnos, a los alumnos que ya no lo eran e, imagino, a los alumnos y no alumnos que ya no tendría jamás. 
 

CONTABA que en una asignatura concreta durante años no había tenido ningún alumno que le valorara con una nota inferior a cinco (sobre diez), que siempre había tenido una media alta y que, literalmente, de un año para otro, en exactamente la misma asignatura, el mismo horario y el mismo sistema, se había encontrado con que abundaban los ceros y se había bajado la media en casi tres puntos. Aquéllas cosas que había hecho durante años de G. un profesor admirado y seguido se habían vuelto contra él: animar a lecturas comprensivas de libros recomendados, hacer en clase introducciones sólidas y ambiciosas a los problemas o incitar al trabajo personal, por ejemplo. Estos nuevos alumnos, contaba, no es que no tuvieran curiosidad por saber, sino que no leían, no entendían, no asistían a tutorías, no tenían ni siquiera la idea de que aprender es un esfuerzo, de hecho carecían de la idea misma del esfuerzo, e ignoraban que un buen profesor es un guía para tu propio trabajo y, quizás sobre todo, un reto.

ENTEDÍA G. que todo esto era fruto de un sistema de enseñanza erróneo que había acabado por triunfar y, lamentablemente, por triunfar dentro de esos alumnos mismos, que serían más bien víctimas de un sistema de enseñanza que culpables de la situación. Pero se negaba también a aceptar que la solución fuera rebajar el nivel -¿qué profesionales lanzaremos a la sociedad?- ni a aceptar los límites de los alumnos -¿qué capacidad real de abrirse paso en un mundo laboral y social cada vez más difícil creen que van a tener? ¿Pesó más en la decisión de irse de la universidad de mi admirado G. este callejón sin salida o la dificultad de dar clase a gentes que sientes que no están siquiera en condiciones de valorar lo que haces? ¿No le compensaba, como a otros, ese grupo de alumnos que hay en toda clase y que ha sobrevivido a la degradación de las enseñanzas primarias y secundarias, e incluso de la misma universidad?

PARECE claro, en todo caso, que G. tenía razón: la única explicación para ese cambio tan brusco, de un año para otro, en un mismo curso, asignatura, horario y metodología de enseñanza es que ya no eran los mismos los que le juzgaban, y que había habido cambios en el sistema educativo previo a la universidad que habían provocado todas estas catástrofes, concretadas en donde se tenían que concretar: en los alumnos. Y es claro también que esos alumnos eran, son, sencillamente, peores. Ya no podían entender ni el papel ni el nivel de un profesor del que, entre otras muchas cosas, yo sabía que excelentes profesores de tres distintos departamentos de su universidad se consideraban discípulos desde su tiempo de estudiantes. Y G. también tiene razón en que hay dos respuestas posibles al problema: exigir menos o elevar los niveles.

ANTES de indicar la respuesta que ya está triunfando ahora -en la que se hace estructural la degradación- me gustaría exponer el segundo ejemplo de que hablaba, que podría aparentemente quitar la razón a mi amigo G. porque se trata de dos valoraciones muy diferentes que hacen de la labor de un profesor dos grupos en el mismo año, no en años sucesivos, esta vez en mi universidad.

TENEMOS, entonces, dos grupos, uno de mañana y otro de tarde, de exactamente el mismo curso y la misma asignatura, de dimensiones parecidas, impartidos por el mismo profesor con la misma metodología en el mismo año. En una valoración de 1 al 5 los alumnos de un grupo valoran su satisfacción sobre la labor docente del profesor con un 3, mientras los otros lo valoran ni más ni menos que con un 4.46 -para que el lector se haga una idea, la media de la universidad es tan sólo de un 3.88, y la de su titulación de un 4.12-. Así que para unos alumnos es un profesor muy bueno y para otros, como mínimo, mediocre y tirando a malo. La respuesta al porqué de esta divergencia es simple y, a pesar de las apariencias, vuelve a dar la razón a G.: el grupo de la tarde está formado por alumnos mayores, una parte incluso procedentes del antiguo bachiller, varios trabajando, alguno de ellos con otra carrera, y estos estudiantes son, por supuesto, quienes valoran tan positivamente al profesor. Y también en su caso valoraciones positivas como ésta han sido las normales durante años hasta que ha llegado repentinamente el cambio, y también se trata de un profesor del que se consideran discípulos desde su tiempo de estudiantes otros profesores de un nivel académico muy alto. Conviene dejar a un lado, aquí y ahora, la propia calidad del sistema de preguntas con el que se hacen estas encuestas, que suele ser dudoso. Es obvio, por ejemplo -y quizás imposible de entender para una parte de los pedagogos que las elaboran, para los que la verdadera experiencia del saber es en sí misma desconocida- que hay modalidades de conocimiento, las más importantes, que sólo pueden ser valoradas en su final. Aprender a leer un paisaje, por ejemplo, o entender históricamente un proceso, es el fruto de un trabajo del que sólo se toma conciencia cuando culmina.

Y es que hablamos, en todo caso, de percepciones de los alumnos, y lo que se constata en ellas en primera instancia es que la paulatina llegada de la marea de alumnos formados en un sistema educativo crecientemente deficiente puede situar a profesores excelentes ante gravísimos problemas personales y profesionales. Pero también se dejan ver muchas más cuestiones y muchas más víctimas.

LO más importante, quizás, de las que se hacen visibles aquí es que la opción de G. sobre bajar o subir el nivel en la Universidad ya ha sido tomada y que eso en gran medida explica por qué él, o el profesor del segundo caso, pueden ser valorados negativamente por alumnos de los últimos cursos de las titulaciones que imparten.

A menudo nos preguntan a los profesores universitarios cuál es y será el resultado del plan Bolonia. La respuesta es simple. Lo más importante es que lo que antes se llamaba Licenciaturas y ahora Grados se van convirtiendo en una mera serie de pre-carreras, muy básicas, muy elementales, por supuesto con menos años de impartición, que harán que sólo Masters y Postgrados (por supuesto, de pago) posibiliten para ejercicios profesionales más o menos serios.

Y, en el mismo sentido, los problemas del nivel de los alumnos -que es de lo que venimos hablando-, más los nuevos programas reducidos de los Grados, más la presión didáctica en claves de burocratización y de confusión permanente del conocimiento con los medios audiovisuales, están llevando a reducir la información y formación a niveles cada vez más precarios, dejando, si acaso, unas prácticas auténticamente universitarias, ésas que resultan mayoritariamente inasumibles para los alumnos pre-graduados, para los Postgrados. Así que no sólo están siendo las víctimas principales de todo esto mi amigo G. y todos aquellos que se siguen negando a aceptar que estamos en tiempos de potitos y no de alta cocina. También es su víctima la universidad misma. Y los alumnos capaces que tienen que lidiar con todo esto y que se frustran ante tanta mediocridad. Y aquéllos que no sean conscientes de que ni su formación ni sus títulos servirán de nada a menos que cambien ellos y que cambie este sistema, una parte de los cuales, además, saldrán de la universidad sin hábitos de trabajo, ni capacidades reales de entender y resolver problemas.

Y son sus víctimas incluso aquellos alumnos que valoraban a G. con un cero. En la senda de edulcoración de la realidad y de lo políticamente correcto que -como en tantos otros lugares y masivamente en el sistema educativo- domina en la universidad, nadie les ha dicho nunca que esta valoración define en sí misma el fracaso de la institución, pero, por encima de todo, su propio fracaso. Y es que, en razón a su propia incapacidad no ya para entender la excelencia, sino siquiera para percibirla, ni deberían haber llegado nunca a la universidad ni, tras haber llegado, deberían haber tenido la oportunidad de seguir en ella. Y ese es el fracaso de la institución. Y si esa incapacidad no es fruto de sus limitaciones intelectuales, la cosa es muchísimo peor: es que han dilapidado, minuto a minuto, todos y cada uno de los años que han pasado en la universidad. Y ése es su propio fracaso, un fracaso del que quizás no se puedan ya recuperar nunca.

ENTENDÁMONOS, no se trata de despreciar el power point, ni las clases-potito, esquematizadas, resumidas, reducidas a contenidos básicos, elementales, y es fácil entender que buenos profesores, como otros malos, hayan encontrado aquí un buen camino sencillamente para adaptarse a lo que hay, beneficiar a los alumnos –estos alumnos- con ello, y no salir tan malparados en las encuestas. Pero la universidad, el conocimiento, la enseñanza y el aprendizaje son otra cosa, son el reconocimiento de la complejidad, esfuerzo, búsqueda, curiosidad, lecturas, comprensión, reto, esto es, alta cocina y, por qué no decirlo, alta degustación. 

Y es, como apuntaba al principio, sobre este mundo sobre el que caen Wert y los suyos y sobre el que aplicarán restricciones económicas y no económicas, guiñando el ojo a la enseñanza privada de todas las maneras posibles.

VALGA este artículo para evitar que se olvide en la refriega que no son ellos los que han abierto el camino ni a la degradación de los Grados, ni a la restricción en claves puramente económicas y cuantitativas de las posibilidades de impartir esos Postgrados y Masters en los que podría refugiarse la esperanza de una verdadera universidad y cuya impartición o no impartición, por cierto, definirá a las universidades de primera, de segunda y hasta de tercera. Y tampoco son ellos quienes han dilapidado el dinero público en los años de bonanza mientras, digan lo que digan, restringían los presupuestos en enseñanza e investigación. Dicho todo esto, eso sí, sin negarle al señor Wert el raro mérito de hacerlo todo mal y de la peor manera posible.

3 comentarios a “Reflexiones de fin de curso y texto de Fernando Wulff”

  1. Mi carrera de Ciencias del Trabajo sólo me sirve últimamente para eliminarla de mi Currículum Vitae porque la sobreformacion se penaliza en los departamentos de Recursos Humanos de las empresas..Esto es España..Eso si..me quedo con muy buenos amigos de los años de universidad :-) Un beso Alberto

  2. Brillante Alberto.

    Sintetizas en palabras lo que muchos pensamos pero no tenemos la capacidad de comunicar.

    Estudiamos juntos en un instituto de un barrio de clase baja y el tiempo ha puesto a casi todo el mundo en su lugar, la mayoría de los más brillantes estáis donde debéis, los que éramos del montón, a unos nos va mejor ya a otros peor (a mi me va bien ya que soy funcionario y no me quejo) pero más o menos todos hemos encontrado nuestro lugar.

    Ahora sólo vale el clásico “¿tú de quién eres?”: enchufismo, corrupción y mediocridad. Los buenos arrinconados, los “hijos de…” copando, no sólo los altos escalafones (siempre lo han hecho, sea cual fuere el partido gobernante), sino también los escalones intermedios y mientras la sociedad anestesiada porque no quiere solucionar los problemas SÓLO QUIERE SABER QUIEN ES EL CULPABLE, ahora los políticos, ahora los funcionarios, ahora la UE, ahora los inmigrantes…lo que no saben que el problema son ellos mismos que con inacción permiten que esto pase.

    Un saludo, espero poder charlar un rato contigo algún día como hacíamos hace 25 años.

  3. Miguel, estoy en Bolivia hasta primeros de septiembre. Busquémonos a mi vuelta y charlamos un buen rato algún día. Veinticinco años (¡joder, veinticinco años! ¡Qué razón tenía Gardel cuando cantaba aquello de que veinte años no es nada!) dan para mucho.
    Un abrazo

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Alberto Montero