Cabo Verde: No Stress
Existen aún lugares en el mundo que reconfirmarían a Einstein en su teoría de que el tiempo es un concepto relativo y no un restricción asfixiante y fija sobre nuestras vidas; lugares para los que el retorno desde ellos a nuestra cotidianeidad exige un tiempo mayor de aclimatación que nos permita olvidar que se puede vivir con menos cosas y más despacio; lugares cuyo mayor valor paisajístico es la sonrisa de un niño, los cuerpos de una pareja paseando por una playa o la melodía de una canción.
Así es, o así me ha parecido que es, Cabo Verde, un lugar que te acoge con la frase que da título a este apunte: “No Stress”. Quienes sean capaces de asumir con todas sus consecuencias lo que esas dos palabras implican, la disfrutarán. Quienes piensen que porque un avión se retrasa varias horas el mundo va a hundirse será mejor que ni la pisen. Cabo Verde, como todo territorio en donde se vive de milagro, no admite medias tintas: o se acepta tal y como es o mejor buscar un destino alternativo.
Quienes se animen a visitarla descubrirán que cada una de sus islas tiene su aquél. Cada una es bella a su manera aunque todas comparten la alegría de sus habitantes; unos seres elegantes en su físico, amables en sus formas y risueños en su espíritu.
Como en otros viajes, en éste también he querido fijar en mi memoria algunos momentos que me produjeron sensaciones que, a través de la escritura, aspiro a resucitar cada vez que los relea en este cuaderno. Como no deseo hacer una crónica completa del viaje he elegido tres.
El primero, la sensación que tuve al pasear por el malecón de Ponta de Sol de encontrarme en uno de esos lugares en los que, si alguna vez me pierdo, probablemente podrían encontrarme allí, bebiendo cerveza y comiendo percebes en el Veleiro junto al puerto y frente al mar.
El segundo mientras jugaba con las olas en la playa de Santa Mónica, en Boavista, dieciséis kilómetros de playa completamente desierta de arena blanca y mar turquesa amenazadas por la próxima construcción de un complejo turístico promovido por una empresa española (se ve que no contentos con destrozar nuestro litoral también van a joder la playa ajena). La sensación de estar en una playa virgen en pleno mes de agosto es indescriptible, casi irreal. Luego, para cenar, y si se me acepta la recomendación, nada mejor que el carpaccio de atún que preparan en el Riba d’Olte para recomponerse de la paliza que da el mar. Aún sueño con él (con el carpaccio, se entiende).
Y el último recuerdo, el más intenso, fue paseando al atardecer por el paisaje lunar de Cha das Caldeiras, en la isla de Fogo. Al pasar junto a un anciano que desgranaba, con dedos como raíces de tanto hundirlos en la tierra, los pequeños rubíes de una granada, me espetó, sin ni siquiera mediar un saludo: “¿Quiere usted comer?”, tendiéndome la mitad de su fruta. La acepté y hablamos un rato. Contó que había estado dos veces en Estados Unidos, visitando a su hijo, pero que el resto de su vida la había pasado en su aldea, en el cráter del volcán; sacó de su casa el retrato de su antepasado, el duque de Montrond, y lo mostró con orgullo; habló de lo dura que era la vida y de lo que costaba arrancarle a la ceniza algo que llevarse a la boca. En un momento en el que hablaba de las frutas que se cultivaban en la zona, y al no entender a cuál de ellas se refería, sacó un par de membrillos para que no nos quedara la duda; cuando fui a devolverle el que me había entregado, me miró a los ojos y me preguntó, con humildad, como si sus palabras pudieran ofenderme ,“¿No lo quiere el señor?”. Yo no había entendido que no solo había utilizado la fruta para superar nuestras dificultades de comunicación sino que también nos la estaba regalando con la misma generosidad con la que minutos antes me había invitado a compartir su granada. Se llamaba Daniel, nombre bíblico del que se enorgullecía, y tenía setenta y cinco años. Esa noche estaba solo. Su mujer había enfermado y estaba abajo, en la clínica de San Felipe.
En fin, que ya estoy de vuelta y que las vacaciones se acabaron. Hola a todos.
(La foto es mía en Punta do Sol: una niña que ya sabe mirar de frente a sus semejantes. Como debe de ser).
Me has hecho llorar. será porque estoy ebria o por la consciencia de que ni siquiera la edad puede con las desigualdades o con las circunstancias. Hace no mucho hable en una estación con una mujer de edad que me conto como las ilusiones, las expectactivas cambian en función de la edad. Sentí vertigo…