Los tópicos asesinos
A toda comunidad, por amplia o reducida que sea, se le atribuye casi inevitablemente una serie de tópicos más o menos extensa con la que se trata de caricaturizar, por la vía de una simplificación normalmente obscena, algún rasgo cultural o social al que se pretende atribuir carácter general. A veces esos tópicos realzan la imagen de la respectiva comunidad o grupo, atribuyéndole rasgos vinculados a valores positivos que ayudan a presentarlo como modelo a imitar; mientras que otras veces esos tópicos sirven para menospreciar y ridiculizar mediante construcciones retóricas que pueden llegar a bordear el racismo y que incluso son usados para explicar su grado relativo de retraso en el avance hacia la modernidad o para justificar las injusticias en el trato de las que puedan ser objeto.
En estos tiempos de crisis, en los que las certezas se resquebrajan al ritmo que lo hace el Estado de bienestar y en el que la reflexión sosegada es sustituida por la simplificación y la búsqueda de responsabilidades ajenas para tratar de enmascarar la propia en el avance de la barbarie, es cuando el recurso a esos tópicos se hace más socorrido. Y es que mientras que para tejer con finos hilos las redes de la solidaridad se necesita, entre otros elementos, de mucha pedagogía que permita hacernos comprender que los otros somos nosotros y que sus desgracias presentes pueden ser las nuestras futuras, para la destrucción de esas redes basta con el recurso fácil al tópico y todo lo construido con esfuerzo se desmoronará con celeridad contribuyendo, más si cabe, al derrumbe global.
Todo ello viene al hilo de dos mensajes contradictorios que me llegan casi encadenados en estos días en los que la reforma laboral que acaba con el mundo del trabajo tal y como lo conocíamos ocupa el centro de la discusión mediática; una discusión dominada por la manipulación y el retorcimiento más bruto del lenguaje, porque sería demasiado generoso hablar de argumentos para caracterizar a lo que se escucha al respecto en los medios.
Uno proviene de un programa de televisión en el que un periodista (creo) entrevista a distintos actores vinculados al mundo del trabajo y, para contrastar sus planteamientos, acude a Alemania para comprobar in situ algunas de las afirmaciones realizadas por éstos. Debo confesar que al menos hasta ahí, que es lo que he visto, el programa no estaba mal y, para los patrones mediáticos convencionales, me resultó hasta incisivo.
Pues bien, una vez en Alemania, el periodista, que no puede alejar de sí su parte bufona (esa no la creo, es evidente), se dedica a bromear acerca del tiempo que los alemanes dedican al almuerzo durante el trabajo -según ellos, entre quince minutos y media hora, muchas veces en el propio puesto de trabajo- y el que dedican los españoles -un par de horas, al parecer. Y, además, no contento con plantearlo una sola vez lo hace dos veces, es decir, se regocija sobre lo que él entiende que es un rasgo particular de la idiosincrasia alemana que permite explicar hechos diferenciales en el mercado de trabajo alemán con respecto al español y que justificarían, en última instancia, la mano dura con la que el gobierno debe tratar a los indolentes trabajadores españoles, a los que tanto les queda por aprender de sus homólogos alemanes (para quien no desee verlo completo pero quiera comprobarlo por sí mismo, ambas referencias están en los minutos 22 y 31 del documental).
Nuestro compatriota estaba recurriendo al tópico en detrimento propio y de sus conciudadanos en sede ajena; dándole corporeidad y, por lo tanto, certeza al mostrarnos en imágenes cómo son de laboriosos los alemanes y por qué nos merecemos lo que nos está pasando, incluidas las regañinas de la Canciller Merkel. Su discurso era absolutamente funcional a la propagación de ese sentimiento de culpa que, convenientemente madurado, acabará por convertirse en una ética colectiva que nos permitirá digerir sin protestas el negro destino al que están abocándonos.
Pero casi al mismo tiempo que la televisión lanzaba ese mensaje se podía leer en la prensa una información que contrastaba radicalmente con el mismo y que si hubiera sido considerada, en lugar de acudir al recurso bufonesco del tópico elevado a la categoría de información, el programa habría tenido que reflejar una realidad muy distinta y más cercana a la verdad de los hechos.
Y es que, según se publicaba en estos días, un 38% de los trabajadores españoles dedica entre 30 y 45 minutos al almuerzo, mientras que la media comunitaria que dedican ese tiempo a comer está en torno al 40%. Esto es, parece que ni los problemas de nuestro mercado de trabajo se encuentran en la falta de abnegación y sacrificio de nuestros trabajadores ni somos, para mal, tan distintos de los trabajadores alemanes como algunos quieren hacernos creer.
La cuestión, más allá de la anécdota, es expresiva de algo más profundo puesto que constituye la prueba evidente de que las simplificaciones sobre las que se sustentan los tópicos obedecen a estrategias ideológicas orientadas a la construcción de una imagen del otro funcional a la consolidación de una identidad propia que se construye desde la confrontación y a partir de la contraposición de tópicos de distinto orden y valoración ética. Una identidad que, además, debe reforzar nuestros intereses frente a los suyos y servir a una interpretación del mundo en términos de juegos de suma cero en donde lo que gana uno solo puede conseguirse a costa del otro. Una identidad, en definitiva, puesta al servicio de la erosión de esos frágiles hilos de la solidaridad que se construyen sobre la base de destacar lo común frente a lo que nos separa y que se sustenta sobre unos tópicos que, llegado el momento (si es que no ha llegado ya), permitirán marcar distancias que justifiquen el enfrentamiento y la opresión de las hormigas sobre las cigarras o, lo que es peor, la lucha fratricida entre hormigas.
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