Otra vez, como cada vez, siento que algo se me queda atrás cuando me marcho de La Paz y pienso que, irremediablemente, deberé volver a buscarlo. Lo más grave es que cuanto más veces vuelvo más se intensifica el sentimiento y mayores mis deseos de retorno.
De estas tierras que ahora se extienden áridas y resecas hasta decir basta bajo la sombra del avión siento que mana algún tipo de energía que es capaz de recargar mis baterías de europeo cansado de ver cómo su país camina hacia el subdesarrollo. Quizás sea que aquí ya pasaron por el lugar hacia el que nosotros nos encaminamos, la barbarie neoliberal, y que en la mirada de la gente brilla el fulgor de quienes saben que tras décadas de sufrimiento se abren oportunidades únicas como las que ahora vive este país: el empoderamiento de las clases subalternas, de los desposeídos durante siglos, de los que han sabido sobrevivir a través de la resistencia y la lucha, esperando los momentos de justicia que la historia, muy a su pesar, acaba por conceder.
A mi espalda se quedan nuevos afectos mientras los antiguos se renuevan y crecen; quedan los retos del nuevo proyecto recién comenzado y que me mantendrá vinculado al país durante algún tiempo; quedan las reflexiones compartidas y las discusiones instructivas con los nuevos compañeros con los que compartiré ese proyecto; queda la luz de una ciudad que me atrapa en su caos y en su bullicio, que me deslumbra cuando la contemplo desde El Alto derramarse como un torrente altiplano abajo; queda una ciudad cargada de vida que te recarga la vida.
Y entre sensaciones difusas perviven otras más concretas. Ésas de las que suelo dejar memoria escrita para cuando me falle la propia.
Una fue la visita al emprendimiento comunitario de Pamparalama, en las proximidades de La Paz y gestionado por la comunidad Chacaltaya. Dedicar un domingo a “pasear” a 4900 metros sobre el nivel del mar, rodeado de llamas y alpacas y visitando lagunas alimentadas por las nieves cada vez menos perpetuas es una forma diferente de desconectar del trajín de la semana. La amena conversación durante la reconfortante comida popular a base de sopa de verduras y filete de llama y quinua y las risas descontroladas mientras don Roberto, el próximo Jilacata de la comunidad, nos daba “otra vueltecita” en barca en una laguna casi helada hicieron el resto.
Y difícilmente podré olvidar también los momentos en torno al magnífico vino de altura boliviano. Ya fueran los ratos de tranquilidad, vino y queso al llegar al apartamento tras la intensa jornada de trabajo; ya fueran las conversaciones en el íntimo entorno de La Guinguette, el barecito de la Alianza Francesa y uno de mis preferidos en La Paz para charlar, leer o pensar; o ya fuera en cualquier otro acogedor espacio de los que te ofrece esta ciudad, el vino ha estado muy presente durante estos días. Ha engrasado las conversaciones, ha templado los nervios, ha calmado las ansiedades y se ha convertido en cómplice necesario de todos los buenos momentos. Así que ahora, con una botella en la maleta, tocará brindar en casa por Bolivia y por el próximo retorno.
Tags: Personal, Bolivia by Alberto Montero
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