Ya ha concluido definitivamente el curso académico y toca el momento de hacer balance del mismo y pensar en el siguiente con las enseñanzas extraídas de éste.
Mis sensaciones este año han sido, sobre todo, de una profunda tristeza que daba paso, sin solución de continuidad, a la indignación.
Vaya por delante que creo, sinceramente, que el problema solo puede atribuirse en una ínfima parte a los alumnos y que la mayor parte de la responsabilidad la tiene la comunidad educativa por haber permitido este experimento con generaciones de jóvenes a las que se les está educando para ser, en su mayoría, completos analfabetos funcionales, incapaces de entender y analizar críticamente la realidad que les circunda y actuar frente a la misma (siempre con las honrosas excepciones que conviene resaltar).
Recuerdo ahora, por ejemplo, sus reacciones ante mis funestos augurios acerca de su futuro, que tampoco es tan lejano ni hay que realizar un ejercicio de proyección mental diabólico porque es, a su vez, el presente de los miles de jóvenes españoles que sufren una tasa de desempleo que supera el 50% y unos niveles de subempleo que avergonzarían a cualquier sociedad mínimamente madura. Ante mis alertas para que entendieran que era necesario comenzar cuanto antes a pelear por un futuro digno porque, si no, estaban condenados a ser carne de emigración y/o explotación, su actitud era de absoluto pasotismo, en el mejor de los casos, cuando no de abierto rechazo porque creían que era mi naturaleza, entre sádica y pesimista, la que pretendía aguarles la fiesta de una adolescencia que esperan prolongar sine die.
Además, es curioso que, por ejemplo, el sistema trate de formarlos en el autoaprendizaje (¿que ya me explicará alguien en qué consiste eso?) o la adquisición de competencias y ellos lo que prefieran sea a profesores que llegan a clase, dictan sus apuntes (al mejor estilo conventual), se lo dan todo clarito y no les complican demasiado la vida.
Así, sin darse cuenta, se van entrenando en el insano hábito de agachar la cabeza ante el poder (cualquiera que sea la expresión que adopte éste) y evitan el debate, la interacción, la discusión, la dialéctica, incluso el conflicto si fuera necesario. Sumisos con conocimientos inútiles agolpados a la espera de que la vida les brinde lo que creen que les corresponde por derecho, en lugar de estar volcados en la defensa de todo aquello que se conquistó con el esfuerzo y las luchas de nuestros padres.
Y si me voy a los resultados de su evaluación la sensación ya se vuelve desoladora. Nunca antes había tenido unos niveles de suspenso tan elevados ni el sentimiento de que había sido incapaz de dejar el más mínimo poso en la mayor parte de ellos; nunca antes había tenido que luchar tanto por su atención o enfadarme por el respeto de normas de educación básicas como, por ejemplo, que a clase no se viene a chatear con los móviles. En fin, nunca antes me había tenido que enfrentar tan abiertamente con los resultados de las reformas educativas que han expulsado el sentido del trabajo y del esfuerzo de la educación.
Y es que mi interpretación de estos hechos es muy simple: primero se cargaron la educación primaria y, cuando esos alumnos llegaron a la secundaria, hubo que proceder a reformarla porque eran incapaces de mantener el nivel exigido hasta entonces. Y ahora, cuando ya comienzan a llegar a la Universidad, hay que reformar toda la lógica de funcionamiento de una institución centenaria para evitar que se produzca su colapso definitivo. Eso es, ni más ni menos, Bolonia, junto a la ofensiva de los grandes poderes económicos para convertir la educación de ciudadanos en la formación de capital humano, al tiempo que se avanza en su privatización silenciosa y se abren nuevos espacios de negocio para la rentabilización del capital.
Todo lo anterior me sirve, además, para justificar que llevo tiempo queriendo difundir este texto (publicado originalmente en El Observador) de un compañero de la Universidad de Málaga, Fernando Wulff, con el que no puedo estar más de acuerdo, como en su momento le hice saber personalmente. Con él os dejo, animándoos a su lectura. Son las verdades del barquero de la educación universitaria de nuestros días.
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