Podemos (y debemos) reestructurar la deuda
En esta vorágine en la que se han convertido mis días este cuaderno paga las consecuencias y aunque me propongo una y otra vez no dejarlo desatendido, la realidad acaba imponiéndose. Veamos si esta vez lo consigo.
Aquí os dejo un artículo publicado en Público y que ha circulado bastante. Podéis leerlo en la página de Público pinchando aquí o a continuación.
Podemos (y debemos) reestructurar la deuda
Empecemos por el principio, por muy evidente que éste pudiera parecer: la deuda no es una cuestión moral sino un negocio económico entre dos partes, acreedor y deudor, que generalmente ocupan posiciones asimétricas. Por lo tanto, recurrir a argumentos morales para tratar de justificar que la deuda hay que pagarla por encima de cualquier otra consideración es una trampa en la que no se debe caer.
En principio, las deudas hay que pagarlas, por supuesto. Nadie dice lo contrario. Pero siempre que se pueda y hasta donde se pueda y no como principio sagrado y mucho menos cuando se ponen en juego bienes y derechos sociales de orden superior a un contrato de tipo financiero, como pueden ser los derechos humanos.
De hecho, la posibilidad de impago es inherente al negocio del acreedor, que por eso cuando decide prestar incorpora en el tipo de interés que va a cobrar al deudor un componente relacionado con el grado de solvencia de éste, siendo más elevado cuanto mayor sea el riesgo de impago.
Lo cual nos lleva a otra cuestión que tampoco debemos olvidar, por muy evidente que nuevamente pudiera resultar: cuando se genera una deuda el acreedor asume el riesgo de impago, mientras que el deudor corre el riesgo de que cambien las condiciones económicas y, por lo tanto, su capacidad de pago con respecto al momento en el que se endeudó. El riesgo es consustancial a la deuda: para el acreedor, el riesgo de no cobrar; para el deudor, el riesgo de no poder pagar.
En definitiva, que el riesgo de impago se materialice es algo ya previsto de antemano cuando nace la deuda y, por ello, los argumentos morales son de todo punto inaceptables para imponer el pago, máxime cuando muchos de quienes utilizan esos argumentos atacan simultáneamente el “austericidio” catalogándolo como una peligrosa deriva de la ética protestante que Alemania pretende irradiar al resto de Europa. Ambas son las dos caras de una misma moneda y no se puede defender una al tiempo que se critica a la otra ocultando, en ambos casos, la carga ideológica y los intereses subyacentes. ¿O es que Alemania apeló al espíritu de sacrificio calvinista y exigió continuar pagando su deuda cuando las naciones aliadas le ofrecieron su condonación parcial en los Acuerdos de Londres de 1953? Si impone ahora la austeridad es, exclusivamente, porque se encuentra en una posición acreedora y desde ahí siempre es más fácil predicar con el ejemplo e imponer el sufrimiento.
Todo lo argumentado hasta ahora es absolutamente compatible con reconocer que el nivel de endeudamiento de la economía española es uno de sus principales problemas y se constituye no sólo en una restricción para retomar la senda del crecimiento económico sino también en una hipoteca injusta sobre las generaciones futuras.
Sin embargo, en su empeño por desacreditar las alternativas económicas que defiende Podemos, algunos economistas se han empeñado en tratar de segmentar el problema de endeudamiento de la economía española para así atacar la propuesta que Podemos incluía en su programa económico para las elecciones europeas. En él, y siempre pensando en el contexto europeo –insisto en ello porque parece que no se entiende-, en donde el incremento de la deuda pública ha sido el elemento más generalizado, se proponía, para toda la Eurozona, un programa de reestructuración de dicha deuda. También se destacaba que el elemento que podría articular la reestructuración podía ser la deuda pública generada a partir del rescate de instituciones financieras privadas, es decir, por la socialización a cuenta de todos los contribuyentes de parte de la deuda privada de esas entidades. No niego que el planteamiento pueda ser objeto de controversia (estoy seguro de que habrá quienes prefieran que se considere ilegítimo el incremento del gasto derivado del aumento del desempleo), pero es una propuesta sensata que hunde sus raíces en el sentimiento colectivo de estafa y saqueo generalizado entre la ciudadanía de muchos estados europeos y, por tanto, como mínimo es una propuesta digna de ser discutida.
Lo que también parece obvio es que cuando Podemos elabore su programa para las elecciones generales deberá tener en cuenta el contexto particular del endeudamiento en nuestro país, marcado por unos elevados niveles de deuda pública y privada y, por ende, por un elevado endeudamiento externo.
Y sería irresponsable que ese programa no tuviera en cuenta algo que algunos economistas se empeñan en rechazar a pesar de que sí reconocen la existencia del problema: la senda de insostenibilidad que está tomando la deuda pública española (hasta aquí lo que reconocen) exige de una reestructuración ordenada de la misma (y esto es lo que rechazan). En vez de reconocer que a la primera premisa le sucede la segunda, prefieren replicar el recetario del FMI y se limitan a proponer tan sólo una reestructuración de la deuda privada de familias y empresas. Parten en realidad de la quimérica esperanza de que el sector privado (familias y empresas) reactive la economía, recuperando el crecimiento y haciendo que el denominador del cociente entre deuda pública y PIB crezca para que, con ello, se reduzca la ratio entre ambas variables (vid, por ejemplo, José Carlos Díez, “Costes de impagar la deuda”, El País, 12 de septiembre).
Quienes defienden esta opción parece que no tienen en cuenta que precisamente, y como reconoce el Banco de España, la disminución del endeudamiento de las familias y las empresas no financieras ha avanzado significativamente a pesar de la débil evolución del PIB. Esto no significa que no se deba apoyar ese esfuerzo procediendo a reestructurar parte de su deuda. Claro que hay que hacerlo y especialmente para todas las pequeñas y medianas empresas y familias para quienes la deuda se ha convertido en una suerte de condena; pero centrar el foco exclusivamente en la reestructuración de la deuda privada deja al descubierto el principal flanco en materia de endeudamiento al que está sometido la economía española en estos momentos: la deuda pública.
Y es que mientras el sector privado se va desendeudando con mucho esfuerzo, la deuda del sector público sigue una senda insostenible a pesar de la actual reducción del coste de su financiación en los mercados financieros.
Dicho de otro modo, desde 2010, cuando los ratios de deuda del sector privado alcanzaron su valor máximo, la deuda de las familias y de las empresas no financieras ha experimentado una reducción acumulada hasta finales de 2013 de 11 y 21 puntos porcentuales, respectivamente. Una reducción mayor que la experimentada por esos mismos sectores en Estados Unidos, Reino Unido y Holanda. Es, decir, las familias y empresas españolas, a pesar del dificilísimo contexto, están haciendo mayores esfuerzos para hacer frente a sus deudas. Sin embargo, en ese mismo periodo la deuda pública española ha pasado del 61,7% al 93,9% del PIB, es decir, ha crecido en un 52% y, en estos momentos, en septiembre de 2014, supera ya el billón de euros, esto es, un 98,9% del PIB, es decir, en menos de un año ha aumento cinco puntos.
A mi humilde entender, basta con estos datos para percibir que España tiene un problema de deuda pública, y no sólo de deuda privada, y que cualquier turbulencia en los mercados financieros que elevara el coste de la financiación de los mínimos históricos absurdos en los que se encuentra ahora, dados los fundamentos de la economía española, provocaría una auténtica hecatombe.
Por lo tanto, desde Podemos defendemos que ambas propuestas no son incompatibles y que no se puede despreciar la necesidad de reestructurar ordenadamente la deuda pública al tiempo que se reestructura la privada. Frente a las repercusiones que ambas medidas podrían tener sobre la deuda externa, bien podríamos hacer valer, por una vez, nuestro peso económico en la Eurozona y la vulnerabilidad de ésta ante los problemas de nuestra economía.
En definitiva, creo que no debemos rechazar de plano la posibilidad de una reestructuración ordenada de la deuda y debemos aprender humildemente de cómo se gestionaron esos procesos en América Latina durante el último cuarto del siglo XX. En aquellos momentos la respuesta de algunos gobernantes fue clara y digna, en consonancia con el sufrimiento que venían experimentando sus pueblos por culpa de los procesos de empobrecimiento por deuda. Como ejemplo, valga recordar aquí la frase de Salinas de Gortari cuando la situación de la economía mejicana era desesperada y que sirvió como lema para obligar a la negociación al gobierno estadounidense, su principal acreedor. Dijo entonces Salinas de Gortari: “Si no crecemos, no pagamos”. ¿No les parece un buen principio para comenzar a negociar?
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