Los sueños de San Buenaventura
Quien conoce América Latina y ha viajado por sus paisajes humanos sabe que en estas tierras el realismo mágico es más real que mágico. Gabriel García Márquez fue el mejor notario de esa realidad: siempre con sus sentidos y su pluma prestos para levantar acta de lo que la cotidianeidad le brindaba y convertirla en los maravillosos relatos que todos conocemos y hemos disfrutado (por cierto, y dicho sea de paso, uno de mis preferidos y más releídos es “El general en su laberinto”, el menos mágico de todos ellos).
Estos días he estado transitando por uno de esos paisajes en los que la realidad desborda sus fronteras y se adentra en los terrenos de la magia, ese espacio irreal en el que tan complicado resulta distinguir los perfiles de la materia sólida.
En San Buenaventura, al norte del departamento de La Paz y en plena zona amazónica, a los pies del río Beni y a las puertas del Madidi, han estado esperando durante más de cuarenta años un ingenio azucarero.
Cuarenta años es el tiempo que ha transcurrido desde que un grupo de colonos de Bermejo llegó hasta aquí, desde el Oriente, huyendo de la esclavitud de la zafra por cuenta ajena y engatusados por las promesas de un gobierno que, por aquel entonces, les había prometido tierras e ingenio.
Durante cuatro décadas, esos colonos han mirado cada día al sur, hacia La Paz, esperando ver llegar el ingenio. Y si al principio seguían plantando caña año tras año, temiendo que éste apareciera y les pillara desprevenidos, poco a poco tuvieron que dejar de hacerlo y dedicarse a otros cultivos, con el amargor de quien se ve forzado a fingir lo que no es.
Aquellos primeros colonos murieron, no sin injertar en la memoria de sus hijos la esperanza en que la promesa que había alimentado su éxodo se haría realidad. Cuarenta años esperanzados a que, como el coronel de García Márquez, alguien se acordara de ellos, a que las palabras se volvieran hechos y los sueños molinos de azúcar o ron.
Y un día llegó un presidente, campesino, pobre y humilde como ellos, pero que había decidido, tiempo atrás, no esperar a que los sueños de los oprimidos fueran moneda de cambio para quienes los despreciaban y engañaban. Un presidente que había decidido abrir el libro de la historia para comenzar a enderezar los renglones que otros se habían encargado de mantener retorcidos como las raíces que se hunden en la tierra o los dedos de quienes la labran.
Ahora, hoy día, los sueños han revivido y el ingenio está avanzando. Hasta él se acercan los campesinos, hijos de aquellos a quienes se les ofreció y siempre lo esperaron, para comprobar con sus propios ojos que la promesa se va convirtiendo, día a día, en acero. Y en esos ojos verdea, como la caña en sus parcelas, la luz de la esperanza de que, por fin, los huesos de sus padres, los cañeros de Bermejo que llegaron a San Buenaventura, encontrarán la paz.
(La foto es del desembarcadero de San Buenaventura).