Toda una vida
Cuando uno pasa tiempo fuera de casa, alejado del cariño de quienes nos quieren, de los objetos en los que nuestra mirada y nuestro cuerpo se reconocen, de los paisajes por los que paseamos y que son tan parte de nosotros como nosotros de ellos inevitablemente, en algún momento, se presenta la melancolía.
No basta con sentir que los nuevos paisajes pueden llegar a ser tan queridos como aquellos; no sirve con sentirse querido allá donde uno arriba; no basta con la emoción del descubrimiento continuo en una cotidianeidad que, finalmente, nos es ajena y, por eso, siempre distante. Nada de ello basta para evitar que, en algún momento, surja la melancolía.
Cuando eso ocurre, y para recrearme en ella, porque tan sano es disfrutar conscientemente de lo que se tiene como de la ausencia de lo que reconocemos como propio aunque no nos pertenezca, suelo ver este cortometraje.
Durante años, el personaje que lo protagoniza ha estado, fugaz e intermitentemente, presente en mi vida. Era imposible resistirse a la forma en la que ofrecía, como un regalo, sus paquetitos de almendras, crujientes y saladas, como perlas bronceadas de ese mar siempre presente en el horizonte que forma parte permanente de mi mirada y de mis paseos de cada día.
Ahora, lejos y con la memoria, vuelvo a recorrer, junto a Antonio, “el Almendrita”, las playas de Pedregalejo.
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