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Notas archivadas en 'Personal'

Desmintiendo y agradeciendo

Después de participar en la estimulante experiencia que fue la Rueda de Masas de Podemos las reacciones que han llegado hasta mí han sido dos.

La primera, pública. Desde El Confidencial Digital decían que, junto al resto de compañeros que intervino en la Rueda de Masas, se nos había encargado la elaboración de un informe sobre la viabilidad financiera de la renta básica; noticia de la que a su vez se hizo eco uno de los periódicos de mi ciudad, La Opinión de Málaga, sin consultarme ni preguntarme nada (a pesar de que me habían escrito para pedirme una entrevista y les había dicho que sí, que cuando quisieran y hubiera bastado con que en ese mismo correo me hubieran preguntado si aquélla noticia era o no verdadera). En honor del segundo cabe decir que en cuanto llamé para advertir de la falsedad de la noticia procedieron a rectificarla; en relación con el segundo, qué decir, ahí sigue colgado en su página algo que es completamente falso.

Por si a alguien le sirve de algo la versión del interesado: nadie me ha encargado que haga ese informe. Punto y pelota.

La segunda reacción, privada, me llegaba ayer en forma de correo. Un correo que, sin que quien lo enviaba lo supiera, llegaba justo en el momento adecuado y en los términos precisos. Le respondí por la noche, acompañando mis palabras con la petición de publicarlo en este cuaderno eliminando las referencias a su persona. Su respuesta afirmativa me llegaba esta mañana muy temprano, antes de las siete, y desde aquí y ahora le agradezco a JMC, emocionado y honrado, esa carta. Aquí la tenéis.

“Muy buenas Alberto, quiero agradecerte el esfuerzo que realizas, en tiempos difíciles, estando al lado de los más desdichados.  Si para algo estamos aquí es para ser útiles. Y, aquellos conocimientos que poseas ponerlos al servicio de la Comunidad. De todos. Vivo con 325 pavos por los dos programas que tienes en sendos links en la firma. Aplaudo, no porque me encuentre en una situación delicada, pasado el medio siglo de vida, sino por condición solidario y comunitaria, vuestro esfuerzo a la RBU (renta básica universal), por el mero hecho de ser un SER humano. Mi agradecimiento a ti y a tus compañeros, A. Soler, Nacho Álvarez y  Bibiana Medialdea. Se puede revertir esta situación de un país con un sistema corrupto, sino retrocedéis.

Podemos Alberto, si no os arrugáis. Cueste lo que cueste. Cuídate.”

Sin más palabras.

Uno de agosto

De vacaciones o algo parecido, así me declaro. Serán atípicas: sin viajes largos ni lejos de casa porque, después de tanto trajín durante el resto del año, el descanso sólo te lo ofrecen los espacios en los que te reconoces, los libros pendientes que te observan desde la estantería con mirada aviesa y el mar del que tantos días paso distante.

Y es que han sido unos meses extraños, incluso ajenos. He escrito poco en este cuaderno y para el combate diario, como así me lo han reprochado cariñosamente durante la última semana un par de amigos en distintos ambientes. Pero es que a veces la realidad agota y uno necesita escaparse de ella, alejarse del enfrentamiento cuerpo a cuerpo y serenarse para tomar perspectiva para cuando la batalla final acabe por darse.

Ahora el paisaje se mueve. Las placas tectónicas que nos tenían aprisionados comienzan a crujir dejando resquicios para que la efervescencia contenida entre en ebullición y alumbre islas, archipiélagos, penínsulas y continentes. Ahora se necesita de la fuerza de todas y todos para sumar granitos de arena, placas de basalto o montañas completas. Ahora la escaramuza se convierte en batalla y las peleas en guerra. Ahora las fuerzas se equilibran; las legitimidades impuestas se resquebrajan y sobre sus escombros verdean hierbas de las que nacerán panes y flores. Acumulemos fuerzas, argumentos e ilusiones porque, como dicen en Bolivia, ¡ahora es cuándo, carajo!

(PS: probablemente, este tema de Zaz será la banda sonora de estos días de descanso. Que lo disfrutéis).

 


Toda una vida

Cuando uno pasa tiempo fuera de casa, alejado del cariño de quienes nos quieren, de los objetos en los que nuestra mirada y nuestro cuerpo se reconocen, de los paisajes por los que paseamos y que son tan parte de nosotros como nosotros de ellos inevitablemente, en algún momento, se presenta la melancolía.

No basta con sentir que los nuevos paisajes pueden llegar a ser tan queridos como aquellos; no sirve con sentirse querido allá donde uno arriba; no basta con la emoción del descubrimiento continuo en una cotidianeidad que, finalmente, nos es ajena y, por eso, siempre distante. Nada de ello basta para evitar que, en algún momento, surja la melancolía.

Cuando eso ocurre, y para recrearme en ella, porque tan sano es disfrutar conscientemente de lo que se tiene como de la ausencia de lo que reconocemos como propio aunque no nos pertenezca, suelo ver este cortometraje.

Durante años, el personaje que lo protagoniza ha estado, fugaz e intermitentemente, presente en mi vida. Era imposible resistirse a la forma en la que ofrecía, como un regalo, sus paquetitos de almendras, crujientes y saladas, como perlas bronceadas de ese mar siempre presente en el horizonte que forma parte permanente de mi mirada y de mis paseos de cada día.

Ahora, lejos y con la memoria, vuelvo a recorrer, junto a Antonio, “el Almendrita”, las playas de Pedregalejo.

toda una vida from muac on Vimeo.

Los sueños de San Buenaventura

Quien conoce América Latina y ha viajado por sus paisajes humanos sabe que en estas tierras el realismo mágico es más real que mágico. Gabriel García Márquez fue el mejor notario de esa realidad: siempre con sus sentidos y su pluma prestos para levantar acta de lo que la cotidianeidad le brindaba y convertirla en los maravillosos relatos que todos conocemos y hemos disfrutado (por cierto, y dicho sea de paso, uno de mis preferidos y más releídos es “El general en su laberinto”, el menos mágico de todos ellos).

Estos días he estado transitando por uno de esos paisajes en los que la realidad desborda sus fronteras y se adentra en los terrenos de la magia, ese espacio irreal en el que tan complicado resulta distinguir los perfiles de la materia sólida.

En San Buenaventura, al norte del departamento de La Paz y en plena zona amazónica, a los pies del río Beni y a las puertas del Madidi, han estado esperando durante más de cuarenta años un ingenio azucarero.

Cuarenta años es el tiempo que ha transcurrido desde que un grupo de colonos de Bermejo llegó hasta aquí, desde el Oriente, huyendo de la esclavitud de la zafra por cuenta ajena y engatusados por las promesas de un gobierno que, por aquel entonces, les había prometido tierras e ingenio.

Durante cuatro décadas, esos colonos han mirado cada día al sur, hacia La Paz, esperando ver llegar el ingenio. Y si al principio seguían plantando caña año tras año, temiendo que éste apareciera y les pillara desprevenidos, poco a poco tuvieron que dejar de hacerlo y dedicarse a otros cultivos,  con el amargor de quien se ve forzado a fingir lo que no es.

Aquellos primeros colonos murieron, no sin injertar en la memoria de sus hijos la esperanza en que la promesa que había alimentado su éxodo se haría realidad. Cuarenta años esperanzados a que, como el coronel de García Márquez, alguien se acordara de ellos, a que las palabras se volvieran hechos y los sueños molinos de azúcar o ron.

Y un día llegó un presidente, campesino, pobre y humilde como ellos, pero que había decidido, tiempo atrás, no esperar a que los sueños de los oprimidos fueran moneda de cambio para quienes los despreciaban y engañaban. Un presidente que había decidido abrir el libro de la historia para comenzar a enderezar los renglones que otros se habían encargado de mantener retorcidos como las raíces que se hunden en la tierra o los dedos de quienes la labran.

Ahora, hoy día, los sueños han revivido y el ingenio está avanzando. Hasta él se acercan los campesinos, hijos de aquellos a quienes se les ofreció y siempre lo esperaron, para comprobar con sus propios ojos que la promesa se va convirtiendo, día a día, en acero. Y en esos ojos verdea, como la caña en sus parcelas, la luz de la esperanza de que, por fin, los huesos de sus padres, los cañeros de Bermejo que llegaron a San Buenaventura, encontrarán la paz.

(La foto es del desembarcadero de San Buenaventura).

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CEPS en El País

Esta mañana me he levantado con la agradable noticia de saber que El País nos dedicaba parte de su portada y un par de páginas a la Fundación CEPS, de la cual, en estos momentos, soy vicepresidente.

En el artículo se expone una información que es y ha sido siempre pública; que está fiscalizada por la autoridad competente y de la que hasta ahora nadie se había hecho eco a pesar de que nuestra actividad en América Latina ha sido siempre conocida.

Algún día nos gustaría que dedicaran el mismo esfuerzo de recopilación de datos a algunas de las fundaciones que han estado y siguen estando cercanas a Zarzuela, igual así nos enteraríamos de quiénes son sus clientes y los montos que cobran del erario público.

Como no es nada de lo que uno deba avergonzarse, sino todo lo contrario, aquí tenéis el vínculo a la noticia para que también la podáis conocer.

Jose Mujica en la Cumbre G77 + China

Estoy recién llegado a La Paz de la Cumbre del G77 + China, celebrada en Santa Cruz de la Sierra. Este año se cumplen 50 años de su creación y corresponde la presidencia pro tempore a Bolivia.

Ha sido un honor poder asistir al Plenario y, al mismo tiempo, ha sido triste comprobar cómo las mismas razones que alentaron su creación hace ya medio siglo siguen nutriendo los discursos actuales.

Creo que la intervención del presidente de Uruguay, José Mujica, lo explica perfectamente, palabras al alcance de cualquiera pero, al mismo tiempo, con una profundidad a la que sólo pueden aspirar unos pocos. Merece la pena oírlo e, incluso, los españoles podemos hacer el ejercicio de comparar su capacidad retórica e intelectual con la de nuestro presidente, Mariano Rajoy. Tal vez las palabras de Mujica también nos ayuden a reflexionar sobre qué hemos debido hacer tan mal para merecernos lo que tenemos.

(La foto de la Plenaria es mía).

Luz de La Paz

Llegué hace unos días a La Paz y estaré aquí durante unas semanas. Comienza el invierno y el aire se vuelve seco y eléctrico como una tormenta sobre un desierto frío. Durante las noches las narices se atoran y la garganta se reseca; el sueño va y viene a golpe de tragos de agua y trapos húmedos. Cuesta descansar. Pero esos inconvenientes se olvidan cuando, al amanecer, la luz lo baña todo y se convierte en una presencia más por las calles de esta ciudad abigarrada. No es una luz cualquiera. Es una luz que brota del suelo; que cae del cielo; que llega desde las nieves perpetuas del Illimani y la Cordillera Real para imponer su reinado en el altiplano.

La luz de La Paz en el mes de junio es una luz que duele y abrasa; alumbra y prende; baña y seca. Pero, a cambio, purifica la mirada, revela todo lo que los hombres quieren ocultar y ofrece, al caer la tarde, las llamas de un ocaso que darán paso al frío, las estrellas y el vino.

Para todos que aquellos que disfruten de la luz, La Paz es su destino; nuestro destino.

Odio el último día

El último día de cada viaje a La Paz es un día odioso. Es un día de carreras y agobios. Hay que hacer todo lo que no se hizo o no se pudo hacer antes: corretear arriba y abajo buscando algunos detalles para llevar de vuelta a casa; ir a comprar vino y chocolate, mis caprichos preferidos; hay que llamar a los amigos a los que no pude ver, a pesar de que les llamé para avisarles de que había llegado y que me gustaría verlos, para explicarles que me resultó imposible y que quedamos convocados para la próxima visita; hay que despedirse de aquellos que me acompañan en el día y a día y superar el pellizco que uno siente cuando le dicen que estuvo muy poco tiempo y que tiene que volver pronto. En fin, que odio el último día, sus correteos  y sus pesadumbres.

Para sobrellevarlo y no dejar que las premuras sean las que marquen el final de unas estancias que siempre disfruto, suelo reservarme algunos pequeños placeres, que consumen poco tiempo pero que compensan de alguna forma de esos ajetreos: atravesar caminando el bullicio del Prado; saborear un jugo de mandarina en la Plaza del Estudiante; comprar una bolsa de palomitas de dos pesitos junto a la plaza de la UMSA y comerlas calle Arce abajo; acudir a mi “dealer” de películas piratas para que me surta hasta la siguiente visita de buen cine latinoamericano y europeo (le gusta afirmar con orgullo que apenas tiene nada de cine enlatado estadounidense y, si algo tiene, siempre selecto y exclusivo); y, si aún puedo sacar un rato, terminar la tarde tomando una caipirinha y picando algo en La Guinguette, mi resto bar favorito de Sopocachi.

Ayer me dio tiempo a hacer todo eso y, además, a ver caer el sol sobre las nieves del Illimani mientras pensaba en el retorno a mi realidad cotidiana y en el asco que volveré a sentir cada día cuando el gobierno de nuestro país nos mee la cara mientras trata de convencernos de que es lluvia para los brotes verdes; cuando nos mienta instalado en su realidad virtual, ese mátrix azul sólo apto para gaviotas carroñeras alejadas de los valores que trataba de transmitirnos aquel Juan Salvador que nos hacían leer en la escuela; cuando sienta que aún tengo la suerte de que mis viajes sean de ida y vuelta mientras que muchos de mis compatriotas se ven obligados a comprar tan sólo un billete de ida, empujados a la “aventura” y las “oportunidades” de la emigración.

Así que odio el último día en Bolivia pero más odio a quienes convierten el primero en España en un retorno al estercolero.

Alberto Montero