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“Resolviendo” para llegar a Uyuni

Si algo he aprendido en mis viajes por América Latina es la importancia que en casi todos esos países tiene el verbo “resolver” y lo bien o mal que seas capaz de conjugarlo.

Esa expresión en Suiza, por ejemplo, carece del sentido que le dan los latinoamericanos. Allí todo funciona como un reloj y, en consecuencia, está resuelto de antemano: los trenes llegan a su hora, las huelgas se convocan previo trámite administrativo, el gobierno las autoriza con tiempo para que los ciudadanos puedan reorganizar su vida, las reservas de los hoteles se hacen para que cuando uno llegue pueda disponer de habitación y hasta los autobuses tienen un límite máximo de pasajeros que pueden viajar en ellos.

Habrá quienes consideren que ese grado de previsibilidad es de un aburrido insoportable y habrá quienes piensen que es un avance de la civilización semejante al descubrimiento del fuego. Ya se sabe que hay gustos para todo. En cualquier caso, creo que hay términos medios que permiten que ni la vida sea tan aburrida ni que se tenga que convertir en una aventura permanente.

¿Que a qué viene todo esto? Pues viene a que el domingo pasado tenía todo perfectamente programado para viajar a Uyuni y perderme tres días del mundo conociendo su Salar (el lugar donde, según dicen, se concentra la mayor energía cósmica del planeta, que no digo que no, pero también se concentra mucha sal y no hay que ser muy místico para darse cuenta) y las lagunas de los desiertos de la Reserva Eduardo Avaroa (en donde, como habréis imaginado, lo que se concentra es agua rodeada de mucha arena y piedra).

El plan era perfecto. Tan perfecto que hasta era impropio de mí: tenía programado mi viaje desde La Paz a Oruro en autobús; allí tomaría el tren para llegar hasta Uyuni; en donde, al llegar, tenía reservada una habitación en un hotel para descansar unas horas hasta que me recogieran por la mañana para iniciar el recorrido cósmico-húmedo. 

Hasta aquí, si hubiera estado en Suiza, todo perfecto. Tanto el autobús como el tren habrían salido a tiempo y la habitación habría estado reservada. Lo normal, ¿no?

Pero claro, esto es Bolivia y aquí todo puede pasar. El bus salió de La Paz y llegó a tiempo a Oruro aunque, eso sí, me costó un rato decidirme cuál de los tres que salían simultáneamente tendría más posibilidades de llegar dado el lamentable estado de todos ellos. Acerté: el que elegí llegó en tiempo y forma (o, por lo menos, yo no vi que perdiera nada por el camino). 

De la estación de bus a la estación de tren en taxi y allí me encuentro con la primera sorpresa: no se qué colectivo profesional, integrado tal vez por veinte o treintas personas, había decidido bloquear la vía de tren en no sé dónde para reclamar al gobierno no sé qué y la compañía de trenes suspendía el servicio hasta nueva orden.

Lo primero que se me vino a la boca no se puede transcribir aquí porque el bloqueo de la línea férrea me suponía cambiar, en el mejor de los casos, siete confortables horas en el tren por nueve horas de autobús por el altiplano boliviano, seis de ellas por terrenos sin asfaltar. Lo segundo fue algo así como “Bolivia y sus bloqueos” seguido de una sarta de juramentos que no dejaba títere con cabeza. Y después, ya mucho más desahogado, me acordé de que esto no era Suiza sino Bolivia y que habría que “resolver”.

Evidentemente, y como era de esperar, cuando llegué de vuelta a la estación de autobuses ya no quedaban pasajes para Uyuni. ¡Faltaría más! Comencé a dar vueltas por la estación pensando en cómo podría salir de Oruro acercándome a todos los corros de personas que se arremolinaban alrededor de las agencias de viaje hasta que, probablemente guiado por la Pachamama, tropecé con el bueno.

Y es que en una de las agencias habían decidido retirar del servicio un autobús que no sé a dónde iría pero que seguro que no iba repleto y aplicarlo a la ruta hacia Uyuni. Así que unos pocos de usuarios pagaron esa noche el rigor de la ley de la oferta y la demanda y se quedaron sin poder salir para su pueblo mientras que algunos de los pasajeros que íbamos hacia Uyuni conseguiríamos viajar esa misma noche. Así es la mano invisible del mercado… muy visible.

Pero, además, pude ser testigo de los excesos de dicha ley cuando, una vez que presuntamente se habían vendido todas las plazas, empezaron a vender algunas más de “pasillo”. En ese momento pensé que estaba siendo testigo en vivo y en directo de un overbooking autobusero que tanta rabia me da cuando me ha tocado padecerlo en el sector aéreo. Pero no. Las plazas de pasillo eran literalmente eso: plazas en el pasillo del autobús. Sus compradores se iban a pegar la paliza de estar nueve horas de pie en el autobús hasta llegar a Uyuni por una carretera que, en su tramo asfaltado, era terrible y en su tramo sin asfaltar era un infierno.

Así que subimos al autobús y nos acomodamos: unos junto a la ventanilla (mi caso); otros en asiento de pasillo; y algunos más en el pasillo y todos pusimos rumbo a Uyuni. 

A partir de aquí el viaje se convirtió, al menos para mí, en una especie de pesadilla helada: el altiplano boliviano se encuentra a más de tres mil quinientos metros de altura, ahora es invierno y el autobús no tenía calefacción así que el vapor condensado en los cristales se convirtió en escarcha y comencé a dudar de si estaba viajando en un autobús o dentro de un camión de helados. A eso se suma que el traqueteo ininterrumpido del autobús al ritmo de los baches del camino amenazaba con descoyuntarme todos los huesos y un ambiente cada vez más sobrecargado e irrespirable por el aliento de quienes “pichaban” hojas de coca para hacer más llevadero su viaje. Podéis suponer con acierto que aquella noche acabé maldiciendo mi suerte hasta en arameo.

En cualquier caso, llegamos a Uyuni y, al bajar, el frío que hacía fuera convirtió al autobús en un acogedor hogar. Todo siempre es susceptible de empeorar y aquello era una evidencia empírica más.

Después de preguntar por la dirección del hotel en que se suponía que tenía reservada mi habitación a un grupo de ciudadanos envueltos en mantas que se calentaban en torno a una hoguera, puse rumbo al mismo con la mochila al hombro, la bufanda hasta la ojos, las orejas doloridas y los empastes a punto de saltar por gracia del castañeteo de mis  dientes.

En el camino coincidí con una señora mexicana que iba también hacia el hotel y juntos recorrimos las fantasmagóricas calles del fantasmal pueblo de Uyuni al amanecer (al día siguiente, a la luz del sol, mi impresión no fue mucho mejor: el típico lugar a donde se llega sólo para tratar de salir del mismo cuanto antes).

Llegamos al hotel, pegamos en el portón y pasamos al cálido interior -¡por fin un poco de calor esa noche!- y cada uno preguntó por su reserva. La de la señora mexicana estaba; la mía, como era de esperar ya a estas alturas, evidentemente no. Así que añádase aquí otra ristra de juramentos en arameo.

El recepcionista le indicó a Marta, que así se llamaba la señora mexicana, el camino hacia su habitación y ésta se alejó por el pasillo mirando hacia atrás con un leve gesto de preocupación en el rostro que agradecí. Al fin y al cabo, era un poco de calor humano que reconfortaba en aquella fría y desastrosa noche. 

De nada me sirvió a su vuelta rogarle que me dejara ocupar alguna habitación de las que aún colgaban las llaves en el tablero, expresión inequívoca de que estaban vacías. Según él, estaban reservadas para personas que probablemente no llegarían esa noche pero ni aún así conseguí que se apiadara de mí.

Quien sí se apiadó de mí fue Marta que, en un gesto de solidaridad impropio de los tiempos que corren, volvió sobre sus pasos para ofrecerme la otra cama que había en su habitación al tiempo que el recepcionista, en un gesto de mercantilismo propio de los tiempos que corren, nos indicaba que la habitación había sido reservada para una persona y que si ahora la ocupábamos dos alguien tendría que abonar la diferencia.

No recuerdo bien lo que le dije pero fue de todo menos agradable y, acto seguido, me encaminé tras Marta hacia su habitación comentando la noche que llevábamos pasada y las pocas horas que teníamos para descansar hasta que nos recogieran; apenas dos o tres.

Me metí entre las sábanas y, a partir de ahí, no sé si me dormí o me desmayé. Sólo recuerdo que me despertó el timbre del teléfono y una voz que me decía que en media hora pasarían a buscarme.

Era cierto, pensé, no había sido una pesadilla. “Resolviendo”, “resolviendo”, había llegado a Uyuni y, como prueba, sirva esta foto de la Isla Incahuasi, en mitad del Salar, hecha esa misma mañana.

 

uyuni.jpg 

 

2 comentarios a ““Resolviendo” para llegar a Uyuni”

  1. Se pasa trabajo en esta vida, pero creo que es una razon
    mas para disfrutar los buenos momentos y ademas no
    es motivo para despreciar u odiar a aquellos que tienen
    sus vidas y nosotros nos entremetemos en ella.
    Desde luego no es tu caso, pero es muy comun.
    Valida la experiencia del resolver y esperemos ver como
    los bolivianos resuelven su problema mayor.
    Saludos

  2. Espero que Carmen y Dori sepan disculparme. Borrando todos los Spam que entran en los comentarios borré también los suyos sin darme cuenta.

    Si os parece, volved a enviarlos y, si no, tendré más cuidado para el futuro.

    Mil perdones.
    Alberto

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Alberto Montero